De Las ciudades invisibles




Cuando el viajero llega a Las ciudades invisibles nunca lo hace por primera vez. Los sótanos inundados, el trasegar de los mercadillos, y los pozos de las plazas se observan con ojos experimentados, en todo se reconoce, en nada se descubre. Itala podría ser el nombre de la ciudad que Las ciudades invisibles develan.









Sus calles son estrellas deslumbrantes y efímeras, existen sólo mientras el viajero las recorre; así, la calle Baucis, por ejemplo, espera en la oscuridad de la página 91 al nuevo caminante que ascienda sus tantas escaleras, y en la 45 la Fedora de piedra atesora las multiples Fedoras encerradas en esferas de cristal, para que su próximo visitante pueda escoger la que más se acomode a sus deseos. Y sin embargo Itala no sorprende. Por únicas que sean sus calles, el viajero las intuye familiares. Quizá sea el espíritu de la ciudad lo que pareciera haberse conocido con anterioridad, su gusto por el laberinto y el acertijo, su tendencia a la anegación, su acumulación de cosas y reflejos, la persistencia de su pasado en el presente.

Si la ciudad se recorre por completo, desde el portal blanco que marca la entrada, al portal blanco que marca el fin de Itala, sucede un momento en el que el viaje se torna tedioso. La razón es sencilla: las primeras calles de la ciudad se construyeron con maestría, pero a medida que fue creciendo los arquitectos comenzaron a levantar calles opacas que no eran más que copias de las primeras, copias con variaciones inútiles que no lograron ocultar la imitación. De cualquier manera todos los viajeros apasionados que han atravesado Itala opinan lo mismo: que aún en las calles más insulsas se encuentra el ímpetu del espíritu de Itala, el calor que con tanta fuerza se siente en su trazado original, en su corazón. Aseguran también que hay otro motivo por el cual vale la pena terminar el viaje: el sentimiento inusual que se experimenta cuando se vuelve al lugar de origen tras dejar atrás Berenice, la última calle de la ciudad. Y es que de regreso a su hogar el viajero encuentra un mundo que parece no haber cambiado. El computador sigue en su puesto, la tetera silva en la cocina, las paredes son tan blancas y solidas como siempre, la luz cae de la misma forma; sin embargo, tras visitar Itala, resulta extraño que el blanco pueda ser tan blanco, que la tetera silve, y que los objetos no existan fuera del alcance de la luz. De inmediato se comprende, por un lado, que estos extrañamientos siempre han estado presentes y, por otro, por qué Itala le resultaba familiar. Debió nacer, comprende el viajero, en la extraña Itala. De allí, tras aprender lo que era el mundo, fue expulsado y enviado a un mundo distinto, a este mundo flaco en el que sólo hay un sol, en el que el pasado no vuelve, en el que no hay un Dios veneciano que levante con la palabra un mapa donde nuestro destino sea, al menos, un mísero trazo permanente.




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