Sobre "El don de la vida", de F. Vallejo



El don de la vida es el último libro (en entrevistas Vallejo lo llama novela, pero a mí me cuesta aún trabajo pensar que la novela ha dejado de serlo) de Fernando Vallejo. En él el personaje principal sostiene un diálogo con alguien a quien llama “compadre”, rodeando un punto principal: la libreta de muertos en la que anota el nombre de las personas que conoció y que ya no están vivas. Sin embargo más allá de hablar de la muerte, se habla del Tiempo (con mayúscula y todo). 
El don (Tercera acepción de la RAE: Gracia especial o habilidad para hacer algo) que tiene la vida es el Tiempo. Y el tiempo todo lo acaba, todo lo mata. Por eso al hablar de Tiempo no se puede dejar de hablar de muertos: muertos amigos y enemigos, muertos familiares y ajenos; ríos muertos, fincas muertas, muertos los barrios de la niñez. El don de la vida es el Tiempo y por ello la muerte. Y en un país de asesinos como Colombia el don de la vida es más intenso y brota en cada esquina: cada esquina del parque y de la ciudad, cada esquina de la memoria. Y, para un hombre viejo como Vallejo, también cada esquina del cuerpo, resentido por el paso del tiempo; y entonces acechan el melanoma y la posibilidad de que alguien, distinto a él, escriba en su propia libreta la última entrada: “Fernando Vallejo”.










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Sólo hay el presente, dice Vallejo. El pasado ya no existe y el futuro es una elaboración de la imaginación. De tal manera que el Tiempo mata el anhelo de permanencia, pues sólo el Tiempo es eterno:

“―¿Cuánto (dura la muerte)?
―Lo que tarda el presente en dejar de serlo: una millonésima de una billonésima de una trillonésima de una cuadrillonésima de una quintillonésima de segundo. [...] Eso es lo que dura nuestra ansiada transfiguración.
[...]
Ahora bien, si para evitar el vértigo de los ceros el transito de la vida a la Muerte lo medimos con un reloj de arena, que ésta sea finita: un granito de arena menudita pasando por un agujero es lo que va del vivo al muerto.”

Siendo el Tiempo el único eterno, queda anulado el concepto de Dios creador. Vallejo lo expone así:





“¡Y al diablo con la Biblia y el Corán que Dios no le puede hablar al hombre porque el lenguaje es sucesivo y Dios es inmutable y está quieto! Si Dios entra en el jueguito del Tiempo se jodió (...) Vamos a suponer que en un momento dado de su eternidad Dios creó al mundo: pues en ese instante mismo dejó de ser el que era y pasó a ser otro. Antes de la creación lo que había era un Dios no creador. Y después de ella pasa a haber un Dios creador. ¿Cambió o no cambió? ¿Dónde está entonces la inmutabilidad de este viejo? ”




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Sobre el Tiempo la existencia transcurre simultánea, mientras que en el hombre la experiencia es secuencial y, por ello, también lo es el lenguaje y el entendimiento. El anhelo de Vallejo es liberarse del yugo de la secuencialidad y caer en la simultaneidad. Quizá, pareciera querer indicar al final del libro, llegue a lograrla al morir. Entre tanto debe continuar letra tras letra, día tras día, muerto tras muerto. La labor del inventario, la del inventariador, está sujeta a ese yugo como ninguna otra:

“Raquel Pizano va en el puesto 445, Leonidas Rendón en el 487, Lía Rendón en el 488 y Aníbal Vallejo en el 496”

Y varias imágenes de degradación, desarrolladas en el libro, viajan, al final, por el mismo cauce de la secuencia:

“Mi tío Argemiro [...], cambió a Santa Anita (finca de la niñez de F.V.) por un carro, el carro por una moto, la moto por una bicicleta y la bicicleta por unos patines que tiró al río [...]”

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Vallejo escribe un lamento de casi doscientas páginas, una disculpa presentada a sí mismo por haber sucumbido a los rodeos conceptuales, por haber gastado el escaso tiempo (pues sólo el presente existe) y el abundante tiempo (toda la memoria) en intentar comprender, cuando lo único importante era el placer: pichar sin parar.

“―Usted empeñado hasta el final en resolver la última esencia de las cosas. No sea ingenuo, no pierda el tiempo, que está muy escaso. Concéntrese más bien en conseguirse un muchachito para este atardecer, se lo lleva al Hotel del Parque y punto, se despide de esto y de los loros (...)”

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El texto termina con el descubrimiento de quién ha sido el interlocutor, el compadre del escritor durante todo el libro:

“―Una vida entera tratando de entender y sólo ahora entiendo. ¡Por fin! Y todo simultáneamente que era lo que quería. Ya sé quién es usted. Usted es... ¿la Muerte?
―¡Claro! La Muerte.”

Y de este descubrimiento se desprenden varias cosas: La primera y la más obvia es que la muerte ha llegado a visitar a Vallejo. Pero algo puede haber más allá de esto. En varios de los diálogos el personaje y su interlocutor se vuelven el mismo: Los dos comparten los mismos recuerdos, uno y otro han compartido la misma experiencia vital, hasta el punto de que el lector llega a creer que el autor está planteando el juego borgiano de un hombre escindido en dos: él y otro que es él mismo. Pero con esta sentencia última queda claro que no hay tal, que el otro es, en realidad, otro; pero un otro íntimo que lo ha acompañado desde siempre. Vallejo nos dice que la muerte ha estado a su lado desde que prendieron la luz y que estará con él cuando la apaguen. Pero atención: no hay egotismo (no más del habitual en Vallejo). Pues su compadre no le es exclusivo. Anda con todos nosotros, por siempre hasta el final. 

Pienso ahora en los otros libros en los que Vallejo utiliza este recurso de un interlocutor anónimo e imaginario. ¿Habrá sabido en su momento Vallejo con quién hablaba, una y otra vez, en La puta de Babilonia, o es verdad que sólo vino a comprenderlo ahora, tras escribir su libreta de setecientos cincuenta y siete muertos?

Alguna vez le escuché decir que para escribir salía a pasear con su perra; luego, en su casa, transcribía lo pensado en los paseos. 




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