Sobre "La caverna", de Jose Saramago

Nos levantamos de la cama una mañana cualquiera y entramos desprevenidos al baño, como todo los días, sólo que esta vez, frente a nosotros, en el espejo, estamos nosotros. Los verdaderos nosotros. Y tenemos el relampagazo certero de saber que es la primera vez que nos vemos, y la idea fantástica de que en esos ojos nuestros del espejo está la misma mirada que debimos haber tenido en nuestros primeros días de vida. Nuestra mirada. Distinta en lo profundo al resto de miradas que han seguido hasta hoy, ahora. Y sentimos un mareo leve. Es el cuerpo intentando desviar nuestra atención. Y lo logra. Extendemos el brazo hasta la pared más cercana. Y nuestra mirada, nuestra mirada, desaparece de nuestra mirada y nos sentamos en el inodoro; recuperamos el equilibrio. Estamos más tranquilos. Ya hemos logrado huir de nosotros. El inodoro, la ducha, la ropa, los libros, todos los libros, el trabajo, el odio y el amor son las trampas que tendemos a nuestros verdaderos yo para poder seguir andando sin mareo por el mundo, mutados en otros, los otros que no pueden soportarnos. De eso se trata La caverna de Saramago.




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    Las primeras nueve décimas partes del libro son un enorme hilo alargado, dispuesto todo lo recto que es posible. Su tránsito (lectura) es monótono y, aunque en ciertos momento alcanza a ser emotivo, tedioso: Una familia de alfareros se ha quedado sin trabajo y lucha por la supervivencia económica. En cuanto a trama, eso es todo. Pero en la última parte de la novela, en las últimas 40 de sus 400 páginas, el hilo se entorcha, se retuerce, se hace nudos, se rebela de la rectitud en volutas y volteretas y exhibe la razón por la cual el libro fue escrito. Aún queriendo confiar ciegamente en el juicio del autor y en el universo particular de la historia, es inevitable preguntarse si esas nueve partes iniciales son prescindibles. A mi juicio lo son, o lo serán, en una segunda lectura, mas no en la primera. El pensamiento borgiano indica que la reescritura de Hamlet producirá el mismo Hamlet, a menos que se cambie una sola palabra, con lo cual no tendríamos un Hamlet distinto, sino algo que, siendo otra cosa, no es ni podrá ser nunca Hamlet. De ser así, pensar que una parte, enorme o ínfima, de una obra literaria es prescindible puede ser un pensamiento inútil. Sin embargo en La caverna ocurre algo: la historia comenzó, a todas luces, a ser gestada por Saramago desde el final. Todo lo que en ella lo precede es sólo una excusa para llegar a él y el resultado es una sensación, por parte del lector, de haber sido “engañado” durante 360 páginas. Pero ese mismo lector, tan malicioso en cierto momento, al pensarlo un poco mejor, se da cuenta de que haber asistido a la monótona lucha de Cipriano y su familia, es lo que le permite dimensionar el impacto que el final, el descubrimiento de la caverna, causa en los personajes. Siendo así se puede decir que esa enorme primera parte prepara al lector para la comprensión de la idea expuesta al final, es decir: tiene un claro sentido utilitario. Por ello, reitero, es imprescindible en la primera lectura, tanto como ignorable en la segunda, pues en ésta el efecto ya se ha logrado.
    
   En un análisis de esta novela la palabra "Idea" debe ser fundamental. Saramago dijo haber escrito La caverna para que saliéramos de ella. Esa es la idea que debió dar origen al texto: Que la caverna de la alegoría platónica existe en realidad, que todos nosotros la habitamos y nunca la hemos abandonado. Fabulando esa idea fue escrita La caverna. Los detractores de Saramago critican con frecuencia la falta de humanidad y el exceso de filosofía que hay en su literatura. Surge entonces la pregunta de si criticar a un autor por tener ideas, por crear "universos filosofantes", no sería comparable con criticar a un cocinero por cocinar con demasiado sabor. Y aunque la pregunta es válida, hay que admitir que en esta novela, a diferencia de otros textos como Ensayo sobre la ceguera, El hombre duplicado o ese precioso texto corto El cuento de la isla desconocida, hay momentos en que el sesudo discurso de los personajes es tan excesivo que la credibilidad de estar escuchando a un alfarero, a su hija y a su yerno celador, se pierde por más que intentemos admitir, desde un comienzo, que el universo de la novela es uno en el cual existen estos peculiares personajes.
   
  
    Cuando en un texto la credibilidad trastabilla no es a causa de una deficiencia del lector. Es responsabilidad del autor lograr que aun cuando la historia se trate de canguros parlanchines que habitan en los anillos de Saturno, el lector, al escucharlos, sienta que está descubriendo cómo se expresan los seres de dicha especie. Si a esta pérdida de fe que experimentamos frente a la voz de Cipriano sumamos la brutal irrupción de la idea principal de la historia al final de la novela, es admisible pensar que quizá el cocinero esta noche no haya cocinado con demasiado sabor, sino que más bien ha mezclado en cantidades equivocadas los ingredientes, que el plato le ha quedado demasiado salado, que la entrada hubiera funcionado mejor como guarnición... Igual este restaurante nos encanta, así que pidamos un poco de agua y charlemos de otras cosas.




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