Lapü, mundo sin cuerpos



 Lapü comienza en negro, en una oscuridad que se sostiene en la sala mientras oímos ruidos de chicharras y de madera que cruje. La separación entre la voz y el cuerpo (de  las personas o de las cosas) será un gesto recurrente en esta película. Fantasmas sonoros/sonidos fantasma. Oímos una ola que rompe y la sala se ilumina con la aparición de la imagen en la pantalla: capas de riscos y montañas, collage de grises y un mar aéreo que revienta contra el mundo y se levanta como sediento de cielo, lo busca, casi alcanza la altura de las montañas disminuidas por la distancia. Por lo bajo, en lo sutil, se oye un lamento de plañideras aletear en el viento de la Guajira. Desenfoque.


Doris, una joven wayúu, tras soñar con su difunta prima María Úrsula, comprende que ha sido elegida para llevar a cabo el Segundo Entierro, ritual wuayúu que consiste en la exhumación de un cuerpo para velarlo una noche más y volver a enterrarlo, y que representa para los familiares del difunto la despedida final del alma. Doris viaja con su familia al cementerio en donde está enterrado el cuerpo. Es un momento bisagra entre los días de preparación previos y el ritual. Viaje en un camión sin carpa y hacia la muerte, viaje entre el silencio impuesto por el golpe del viento en la cara, viaje de párpados entrecerrados y la arena terca tratando de meterse en los ojos. Apiñada entre los pasajeros, la cámara, no solo fija sino además concentrada, se obstina en sus rostros, los observa con paciencia y alterna sus imágenes con planos cerrados de árboles y cactus en la noche; sobre ellos aparece una luz tenue que lentamente se aviva y vuelve a apagarse sin prisa, sacando la maraña de ramas de la oscuridad de la noche para, tras contemplarlas, volver a hundirlas; como los sueños, que emergen de la vigilia y en ella vuelven a perderse. De nuevo oímos el crepitar de la madera, un trazo más de plañideras, el viento que ensordece. El pelo de Doris, enloquecido, se levanta en mechones.

Doris se hace médium, puente que se tensa en varias direcciones: entre el sueño y la vigilia, entre los vivos y los muertos, entre la infancia y la vida adulta, entre La Guajira y el equipo de rodaje. Médium delante y detrás de cámaras. Sin Doris Jusayú, Lapü no habría sido posible pues nadie del equipo hablaba wayuunaiki. En varias entrevistas (https://open.spotify.com/episode/3nrerJVGveEtplpbETJg23)César Jaimes y Juan Pablo Polanco, directores de la película,  han explicado su método de trabajo y los modos que usaron para salvar la brecha comunicativa: se reunían con Doris antes de filmar las escenas y concertaban con ella por dónde debían viajar los diálogos; sin embargo, al momento de rodar, los directores no sabían con certeza qué se estaba diciendo delante de la cámara: era Doris la que decidía el rumbo de las conversaciones; un ejercicio de confianza; depositar en otro el control, dejarlo manejar el coche como le plazca una vez nos hemos puesto de acuerdo en el destino. Los dos directores afirman haberse querido alejar del modelo documental en el que alguien foráneo se acerca con curiosidad a una comunidad y la mira sin realmente entrar en ella para interpretarla desde un discurso también foráneo; quisieron, en cambio, desarrollar un trabajo mancomunado con Doris y su familia para que fueran sus propias palabras las que llevaran al espectador a una casa en la Alta Guajira, al platón del camión, al cementerio y sus rondas de aguardiente, a las conversaciones femeninas de chinchorro.




















En el corazón de Lapü están las mujeres de la familia Jusayú: el modo en que guían a Doris, cómo la preparan y cuidan, cómo la acompañan. Doris y las mujeres a su alrededor son casi la única presencia en la película. Y cuando el mundo masculino aparece se hace clara la gran diferencia que tiene con el femenino, pues en Lapü mientras las mujeres hablan con palabras, los hombres lo hacen con las manos; su voz aparece solo en un par de ocasiones. En el mundo de voces sin cuerpo que Lapü muestra, los hombres configuran un reflejo inverso: un mundo de cuerpos sin voces. Lo que de ellos prevalece es su mirar fijo a la cámara y su silencio recalcitrante; en su presencia se oyen los picos y las palas, las hachas clavándose en el árbol, el bramido del animal que se sacrifica. Con la presencia de las mujeres, en cambio, está la palabra y el crujir de las sogas de los chinchorros sobre los que pendula su voz y su conocimiento.






Lapü nos envuelve en la muerte, en una muerte gris, no negra; una muerte diluida por el sueño y los fantasmas sonoros. María Úrsula se niega a desaparecer del todo, visita a Doris, le habla, comparte caricias con ella y se tiende en el chinchorro a escuchar a las mujeres que conoció en vida y que fueron su abuela, su madre, su prima. Y desperdigado por aquí y por allá suena en varías ocasiones el llanto de las plañideras, ese lamento mortuorio que parece provenir de un mundo tan antiguo como el de los cactus de la Guajira, un dolor antes de la historia, un dolor que en las gargantas se descubre repetitivo y compañero de soledad. 




Los directores de Lapü hablan de Pedro Páramo como uno de sus referentes; y es que en esta película, como en la novela de Rulfo, repta un sentir-idea bajo tierra: que vivir es un acto en el que es posible prescindir del cuerpo.



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